jueves, 4 de abril de 2013

Avance de "Hijos del desierto", mi nueva novela: ¿te imaginas un futuro desértico?



 Próximamente estará disponible en ebook mi nueva novela: Hijos del desierto.
Es una novela situada en un futuro indeterminado en el tiempo, en el que, a diferencia de lo que suele ser habitual, nos encontramos con una sociedad más atrasada que la actual tanto desde el punto de vista científico y tecnológico como en el cultural; una especie de segunda edad media.
El rasgo más destacado de ese futuro, y que mueve todo el argumento, consiste en que el mundo se convertido en un inmenso desierto. Es más, los árboles y las plantas han sido anatemizados. Sin embargo, la naturaleza se rebela, y periódicas inundaciones de hojas asolan las ciudades del desierto.
Y hasta aquí puedo leer. De momento no puedo dar más información, pero voy a adelantar una sinopsis y el primer capítulo íntegro.



Sinopsis



¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor?
El punto de partida de la novela es una inundación de hojas y ramas que sepulta la ciudad de Estrasburgo bajo toneladas de hojarasca.
¿Qué misterio se esconde tras la lluvia de hojas? ¿Cuál es su causa?
¿Sobrevivirá el Imperio a la invasión arbórea? ¿Vencerá el Imperio a los árboles? ¿O será devorado el desierto por las plantas?
Descúbrelo en Hijos del desierto, una novela en la que hay aventuras, acción, intrigas palaciegas, asesinatos, traiciones y misterios por resolver, pero que al mismo tiempo pretende ser una parábola sobre la deforestación.



Capítulo 1: La inundación


Esta historia comienza en una ciudad fronteriza, decadente, una ciudad sin nombre, sin identidad propia, una ciudad azotada por los más inverosímiles acontecimientos, una ciudad que nadie recordaría si no fuera por los sucesos que aquí se relatan.
Era media tarde cuando las primeras hojas, amarillentas y ajadas, comenzaron a caer. Una hoja rozó la calva de un anciano que paseaba apoyándose en un grueso bastón, y éste aceleró su marcha cansina como si huyera de la peste negra. Mientras caminaba con paso renqueante, miraba hacia el cielo, algo extrañado y asustado, pero quizá también con alegría, pensando en que el insufrible calor diurno que padecían desaparecería de una vez. ¡Y ya era hora! El corto invierno se estaba demorando en demasía.
–¡Qué pedazo de inútiles! –farfulló indignado–. Otra vez han fallado las mallas de contención.
La lluvia de hojas continuó toda la tarde sin interrupción, lenta pero inexorable. Un manto amarillo iba cubriendo poco a poco las aceras, las calles y los jardines. Algunos niños, acabada la jornada escolar, salían en tropel a lanzarse sobre los mullidos colchones, como si se tratara de la primera gran nevada del año. Sin embargo, muchos de ellos eran arrancados de allí por sus atribulados progenitores, que les gritaban con voz histérica mientras sus hijos lloraban desencantados.
Al fin, con algo de retraso, aparecieron los barrenderos, los agentes de la ley. El tétrico aullido de los furgones amarillos de los equipos de limpieza, los krakens, marcaba el toque de queda ciudadano, pues eran, a su manera, unas modernas fuerzas del orden. Enfundados en sus herméticos trajes amarillos, y armados con su inconfundible tercer brazo, un largo tubo amarillo capaz de succionar mil hojas en pocos segundos, comenzaron su dura tarea de limpieza.
En pocos minutos tras su llegada, las calles quedaron desiertas, abandonadas por la gente, que no parecían dispuestos a presenciar in situ una nueva lucha entre David y Goliat. El rugido del fuerte viento competía con el bramido de los potentes aspiradores, que surgían como inmensos tentáculos de la barriga de los krakens. Se diría que el dios Eolo, herido en su orgullo, trataba de levantar olas de hojas marchitas sobre los fieros calamares gigantes que osaban desafiarle una y otra vez. Y, así, mientras un mar de hojarasca embravecido anegaba la ciudad, miles de operarios se afanaban por engullirlo y restablecer el orden.